Cuando el dolor me hizo escribir
No sé en qué momento exacto empecé a escribir para sobrevivir, pero sí sé cuál fue la primera historia que me cambió para siempre.
Se llamaba Sentimiento Hostil.
Y no la escribí para que alguien la leyera. La escribí porque mi corazón no entendía lo que estaba pasando, y mi mente todavía no tenía fuerza para sostenerme.
Estaba atravesando una ruptura que me partió al medio. Una de esas que uno siente que no deberían haber pasado. Que duele hasta el cuerpo. Que no se puede explicar en voz alta sin quebrarse.
Y como no podía hacer otra cosa, lloré. Lloré hasta que aparecieron dos personajes:
Shilana, un ángel.
Demetrius, un demonio.
Condenados a amarse.
Condenados a no poder estar juntos.
En el fondo, lo que escribía era mi propia historia.
Sin darme cuenta, empecé a navegar unas aguas demasiado familiares, que a veces asustaban, que a veces me ahogaban pero otras veces me sostenían a flote.
No era mi historia en hechos, pero sí en lo que dolía. En esa pregunta que me hacía una y otra vez: ¿qué pasa cuando hay amor… pero no es para vos?
Shilana lo entiende al final. Él también, a su manera. Dos personajes que se dan cuenta de lo que sienten, que quieren estar juntos pero empiezan a ver que no es ese el camino que tienen que transitar, al menos juntos.
Y fue escribiendo eso que yo misma empecé a entender.
Esa historia ficticia en un entorno fantástico pero con emociones reales. Sentimientos que me atravesaban, que anidaban en mi corazón y por momentos eran asfixiantes. Hasta que los miraba de frente y trataba de entenderlos.
De entenderme.
Me gusta decir que esa historia fue el momento en que dejé de escribir por jugar… y empecé a escribir para sanar.
Yo misma lo dije en ese entonces, sin darme cuenta de todo lo que significaba:
“Quiero transformar las lágrimas en una eterna sonrisa.”
Lo escribí en un diario. Necesitaba dejar de llorar, dejar de sufrir por algo que no había sido destinado a ser pero sí a existir. Aunque en ese momento no podía verlo, ese amor me transformó. Me ayudó a ser y a habitar una forma de mí que desconocía.
El arte se convirtió en mi forma de sanar.
Escribir esa historia no me curó.
Pero me dio una forma de contenerme.
De abrazar a esa Nadia que todavía no sabía cómo salir de esa tormenta.
Y, de alguna manera, me convertí en su guía.
En la autora de su historia.
Desde entonces, todas mis novelas tienen algo de eso:
Una parte de mí que duele,
una parte que busca entender,
y una parte que, al final, crece.
Hoy miro para atrás y entiendo que escribir no fue nunca un hobby.
Fue un ritual.
Una forma de volver a mí cuando todo parecía quebrarse.
Y si estás leyendo esto, tal vez vos también tengas una historia que pide salir.
No para enseñarle nada a nadie.
Solo para poder respirar.